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Instrumentos de música y religiosidad popular en Cuba: los tambores batá

Instrumentos de música y religiosidad popular en Cuba:
los tambores batá

Victoria Eli Rodríguez
Centro de investigación y desarrollo de la música cubana
La Habana


RESUMEN
El instrumento de música – con sus diferentes características morfológicas, usos y funciones – constituye una muestra fehaciente de los procesos transculturales ocurridos en Cuba. En medio de la diversidad de instrumentos empleados en la cultura musical cubana, se acerca al lector a los tambores batá, uno de los conjuntos de mayor interés. Se brinda una visión general de las especificidades organológicas, significado social y características musicales de estos instrumentos y su relación con la práctica de la santería, forma de religiosidad popular cubana a la que se encuentran indisolublemente ligados.


A manera de preámbulo

Tumbadora, guitarra, maracas, güiro, bongó, tambores batá, claves, trompeta china, tres, timbales, flauta, órgano oriental, violín y cencerro son unos pocos de los instrumentos que participan en la práctica musical del pueblo de Cuba. De manera individual o como parte de conjuntos se emplean en diversas esferas de realización de la música vinculándose estrechamente a la identidad cultural del cubano. El instrumento de música –con sus diferentes características morfológicas, usos y funciones– constituye una muestra fehaciente de los procesos transculturales ocurridos en Cuba desde el momento de la conquista y colonización del país hasta el presente, poniéndose en evidencia por intermedio de los estudios organológicos el rico mosaico étnico participante en el poblamiento de este territorio y en la integración de su cultura. Algunos instrumentos han desaparecido o se hallan casi extintos en correspondencia con el estado de la práctica social y musical del grupo o de la comunidad a los que estaban unidos; otros, también sujetos a la dinámica de la sociedad, han alcanzado el presente tras un proceso histórico de creación, recreación, trasmisión y consumo. En medio de esta diversidad es nuestra intención acercar al lector a los tambores batá, uno de los conjuntos de mayor interés en la cultura cubana y brindar una visión general de sus especificidades organológicas, su significado social y sus características musicales.

Al abordar aspectos relacionados con los instrumentos de música en Cuba se hace imprescindible tener en cuenta la obra Los instrumentos de la música afrocubana de Fernando Ortiz (1881-1969). Este trabajo, cuya primera edición en cinco volúmenes vió la luz en La Habana entre 1952 y 1955 (1), fue durante mucho tiempo la única bibliografía cubana que recogía la información más completa al respecto. La importancia de la misma no solamente radica en las descripciones brindadas por el autor, sino también en los datos que aporta sobre el origen, las confluencias culturales que determinaron la creación del instrumento, su significación y funcionamiento, las peripecias de su «vida y su postura social», añadiendo lo que califica como «sus vicisitudes históricas que obedecen a motivos de estética, pero también a otros de religión, de economía y de ajustamientos sociales» (Ortiz, 1952-1955, vol. I: 11). En fecha reciente la publicación de Instrumentos de la música folclórico-popular de Cuba. Atlas (Centro de Investigación y Desarrollo de la Música Cubana, 1996-97) brinda nuevos y actuales datos en relación con este tema, tras una intensa labor de investigación que descansó sobre una abultada bibliografía y un intenso trabajo de campo (2)


Los tambores batá, un acercamiento a sus orígenes

El complejo religioso Ocha-Ifá, Regla de Ocha o simplemente Ocha practicado en Cuba bajo el nombre de santería es la forma de religiosidad popular más extendida en el país. Esta religión hunde sus raíces en ancestrales tradiciones oriundas del terriotrio nigeriano traídas por cientos de miles de hombres sometidos a la trata esclavista en América. Los aportes culturales de los grupos étnicos provenientes del área ubicada en la margen oeste del río Niger se identifican en Cuba bajo la denominación metaétnica de lucumí, término originado de la vinculación del tráfico de esclavos con la jefatura costera de Ulkami o Ulkumi desde donde eran embarcados los africanos. En este heterógeneo conglomerado humano resultaron significativos los pueblos yoruba (3).

La presencia del africano en la composición étnica del pueblo cubano data de los albores del siglo XVI, pero se hizo más notable a partir del incremento de la producción de azúcar a los largo de los siglos XVII, XVIII y XIX. Los africanos y su descendencia devinieron eje de las relaciones económicas de la colonia e importantes eslabones en la cadena de aportaciones sociales y culturales. Las faenas agropecuarias y la plantación azucarera, de mayor desarrollo en el ­occidente cubano, contribuyeron a una significativa concentración de la población procedente de Africa en las zonas rurales de la región. Es por ello por lo que las actuales provincias de Ciudad de La Habana, La Habana y Matanzas son las áreas por excelencia de irradiación hacia otras regiones del país de la práctica de la santería.

Durante la colonia en el ámbito urbano se crearon los cabildos y cofradías que agruparon a africanos –libres y escalvos – provenientes de una misma comunidad étnica o «nación». Estas asociaciones fueron concebidas por la metrópoli española con el fin de ejercer un mayor control sobre la población de negros y mulatos a la vez que perseguían establecer mecanismos de deculturación que impidiesen la cohesión interétnica. No obstante, pese a los objetivos del poder colonial, los cabildos desempeñaron un importante papel en la reconstrucción e integración al medio cubano de los valores culturales propios de los diferentes grupos de africanos llegados a Cuba. Con la abolición de la esclavitud, en 1886, algunos cabildos se convirtieron en sociedades y cambiaron su organización de reyes y reinas por la de presidentes y presidentas con el fin de tratar de borrar el pasado esclavista. Aún pueden hallarse unos pocos en diversas provincias cubanas como muestras de aquellas instituciones (4).

La reconocida continuidad cultural del africano en América se puso de manifiesto en variadas formas de comunicación como la música, la danza, el lenguaje y en objetos vinculados a las artes plásticas (5). Sin embargo no existen dudas de que la mayor persistencia de todos estos comportamientos se hace más evidente en las expresiones de religiosidad popular. La rica mitología del panteón yoruba y el culto a los orichas (deidades o dioses), al insertarse en el medio cubano, adoptaron nuevos caracteres como resultado del sincretismo operado entre las deidades africanas y los santos de la religión católica. Un interesante y sugerente proceso de semejanza y equiparación se produjo entre leyendas y atributos de Elegguá, Ochosi, Oggún, Changó, Yemayá, Obbatalá, Oyá, Ochún y Babalú Ayé y El Niño de Atocha, San Norberto, San Pedro, Santa Bárbara, la Virgen de Regla, de la Candelaria, de la Caridad del Cobre y San Lázaro, respectivamente. Orichas-santos a los que con preferencia se les rinde culto en Cuba con un criterio de constantes intercambios entre una y otra religión. La ­amplia gama de objetos materiales y elementos espirituales, participantes en el complejo ritual-festivo de la santería, denotan la importancia de los aportes africanos y el dinamismo con que se produjo la interacción con otros componentes étnicos europeos –en especial hispánicos – y de diversos territorios de Africa Occidental.

El recinto que abrigó a los antiguos cabildos y sociedades de africanos y su descedencia cubana y las casa-templos –viviendas de los propios creyentes– son los escenarios donde se muestra el culto respetuoso a los orichas, a los que ha de alegrarse y satisfacer. Al traspasar el umbral de una casa-templo (ilé-ocha), puede observarse la representación sobre el altar de los santos católicos junto a variados ornamentos como búcaros de flores, velas u otros objetos. En otra habitación suelen hallarse los recipientes donde residen las deidades africanas representadas en piedras (otá) de diferente material, forma, color y número en ­correspondencia con las particularidades de cada oricha. Algunos de estos recipientes se sitúan dentro de un pequeño armario o escaparate denominado canastillero y otros en diferentes sitios de la casa según las especificidades mágicas y simbólicas de la deidades. El igbodú es el cuarto donde se hallan las representaciones de los orichas, nombre que distingue también a otro recinto donde se efectúan los sacrificos de animales y se celebran las ceremonias de iniciación o «asiento» (León, 1974: 39). La presentación de nuevos iniciados (iyawo), por parte de sus padrinos (babalocha) y madrinas (iyalocha), la conmemoración de la fecha de iniciación –llamada comúnmente «cumpleaños de santo»–, las ofrendas a la deidad principal de la casa templo, un tributo pedido por el oricha y ceremonias funerarias pueden ser ocasiones para «celebrar un toque» o para «dar un tambor»; ceremonias que constituyen a su vez importantes momentos de reunión para los creyentes.

La música ritual y ritual-festiva participante en la santería cubana guarda diferentes grados de similitud y afinidad con la de los pueblos de origen. Es así como la conservación de modelos constructivos e interpretativos de los instrumentos de música, los toques, los cantos y la lengua (6) en ellos empleada, así como la danza han permitido identificar su procedencia yoruba, aunque sin duda alguna se reconocen hoy día como parte indiscutible y caracterizadora de la cultura cubana. La mayor heterogeneidad tipológica en lo concerniente a conjuntos instrumentales se halla entre aquellas agrupaciones que acompañan los cantos y bailes de la santería, así como la persistencia de un también notable número de cantos que aluden a las divinidades y a su compleja mitología. Entre estos conjuntos de instrumentos han de citarse los tambores batá; los güiros, abwe o chequeré; y los tambores de bembé como los más extendidos en el territorio. De ellos los tambores batá son los instrumentos de mayor sacralidad.

Los tambores batá son tres membranófonos de golpe directo con caja de madera en forma clepsídrica o de reloj de arena. Tienen dos membranas hábiles de distintos diámetros, que se percuten en juego y están apretadas por un aro y tensadas por correas o tirantes de cuero o cáñamo que van de uno a otro parche en forma de N. Este sistema de tensión está unido y atado al cuerpo del tambor por otro sistema de bandas transversales que rodean la región central de la caja de resonancia. Esta descripción es común a los tres tambores, diferenciándoles morfológicamente las dimensiones. Sus características y origen nigeriano les une a las ciudades-estados de Oyó e Ifé, que eran los principales centros políticos y religiosos, respectivamente, de los yoruba. Tales territorios poseyeron un notable esplendor hasta las postrimerías del siglo XVIII e inicos del XIX y participaron de manera directa en la trata negrera. Tras la decadencia y debilitamiento del reino yoruba en el primer cuarto del siglo XIX y las sucesivas guerras intestinas que sostuvo, se intensificó el embarque hacia América de muchos individuos oriundos de estos territorios, algunos de los cuales tenían jerarquías sociales y religiosas. Razones vinculadas con el mayor desarrollo alcanzado por esta cultura en Africa en los momentos en que fue sometida a la esclavitud, la inserción tardía en Cuba de cantidades significativas de hombres pertenecientes a este grupo multiétnico y los propios procesos inherentes a la sincretización, llevada a cabo en territorio cubano, fueron algunos de los factores que permiten comprender la organicidad y persistencia de estas tradiciones y su fuerte influencia entre sectores muy diversos de la sociedad cubana. De los diferentes elementos que participan de este complejo mágico-religioso, la construcción y ulterior consagración de los tambores batá constituyeron desde el pasado siglo hasta el presente una de las necesidades de mayor relevancia para los creyentes.

Es difícil tratar de dilucidar con exactitud dónde pueden hallarse las más antiguas referencias que denoten la presencia de los tambores batá en Cuba, aunque todos los datos coinciden en señalar a las provincias de La Habana y Matanzas como los puntos focales de dispersión, a extremo tal que los propios practicantes del centro o del oriente del país se reconocen receptores de las tradiciones habaneras o matanceras, según el caso. Aún se escucha una ancestral discrepancia entre los practicantes, pues los de una y otra provincia adjudican indistintamente a La Habana o a Matanzas el ser la primera que contó con un juego ritual o «de fundamento». Nombres de individuos, reconocidos por el grupo como consagrados babalaos y constructores, afamados tocadores y creyentes en general, se conjugan con fechas y sitios guardados por la memoria de los informantes, no sin contradicciones. Realizar una genealogía de estos instrumentos resulta muy complejo a pesar de que cada juego es apadrinado por uno que lo antecedió, o como bien dicen los creyentes «nació» de otro. La historia y la leyenda marchan de la mano, y en más de una oportunidad suelen confundirse.

No existen datos absolutamente fiables, capaces de permitir discernir la fecha en que se oyó por vez primera el sonido de estos tambores rituales. Es ­importante retomar los criterios expresados antes en cuanto a que fue en el siglo XIX, cuando se hizo más notable la presencia yoruba en Cuba, y que fueron las provincias de La Habana y Matanzas las que recibieron las cantidades más significativas de hombres yoruba en este siglo. Estos individuos, desarraigados de su entorno de origen, ya en uno como en otro territorio cubano, tuvieron reales potencialidades de reconstruir sus tradiciones mágico-religiosas (7). La difusión de esta tradición religiosa y musical hacia el centro y el oriente del país estuvo aparejada en la casi totalidad de los casos a procesos migratorios internos que, aunque de manera progresiva se mantuvieron en el período republicano transcurrido entre 1902 y 1958, se hicieron más notables después de la Revolución Cubana a partir de 1959; en uno y otro caso debido a razones económicas. Tales procesos llevaron primero a santeros oriundos de La Habana y Matanzas a otras provincias distantes de su lugar de origen y ya allí asentados solicitaban y costeaban la presencia de este tipo de agrupación. Con posterioridad, en la medida en que aumentaba el número de creyentes, se produjo la construcción y consagración de nuevos juegos y sus correspondientes tamboreros, capaces ellos mismos de responder a las exigencias rituales de quienes lo requerían. 

En general el número de juegos de batá consagrados o «de fundamento» no es en cifras absolutas muy alto, hecho este que puede ser considerado una regularidad desde la fecha en que comienza a ser extensivo su uso en las ceremonias de la santería cubana. En este sentido Fernando Ortiz señalaba: 

Aceptando los más amplios informes, en Cuba sólo se ha construido 25 juegos de ilú como batá, si bien 4 de ellos pueden tenerse por dudosos o irregulares. De los verdaderos, 8 se perdieron, ignorándose su paradero, y 2 están en el Museo Nacional o en colección privada. Quedan por tanto sólo 11 batá añá ortodoxos que están en uso para las liturgias, 4 en Matanzas y los restantes en La Habana, Regla y Guanabacoa (Ortiz, 1952-1955, vol. IV: 320). 

En el presente no se cuenta con la absoluta certeza de a cuantos asciende la cantidad de juegos consagrados que existen, así como el estimado real de los pertenecientes a colecciones museables. No obstante, es posible afirmar que tras 1959 se produjo un incremento de estas agrupaciones impelido por el crecimiento demográfico, la movilidad de la población y las propias necesidades rituales.

Criterios religiosos ortodoxos rigen el vínculo de los tambores batá a la ­práctica de la santería en Cuba. La observación de reglas comienza desde el momento mismo en que se decide construir un juego de estos instrumentos y ­comprende a los constructores, tocadores y creyentes que han de rendirles culto.


De sus nombres y particularidades de construcción

La palabra batá identifica en Cuba como genérico a todos y a cada uno de los tres tambores integrantes del conjunto independientemente de su tamaño y registro. Es común tanto la referencia en plural –los batá–, o en singular –el batá–, ya se trate del conjunto o de uno en particular. En lengua yoruba tiene diferentes significados, pero en relación con el instrumento de música los más afines son aquellos que se refieren a tambor usado por los fieles de Changó y Egungun8, o tambor para Ori Changó (9). Se trata de membranófonos de definida connotación ritual relacionados con estas deidades en Africa. En Cuba tienen un uso ritual en el sentido más ortodoxo, pero no de forma tan restringida, aunque se les reconoce su relación con Changó (10), se emplean en cultos diversos de la santería y con ellos se toca para todas las deidades. Aún se conserva entre los practicantes de la santería las palabras ilú batá, cuyo significado en lengua yoruba es tambor batá. Ilú, según Abraham (11), es cualquier tambor. Sin embargo, debido a la ya referida ortodoxia de éstos dentro de la religiosidad popular, el término ilú ha quedado casi únicamente circunscrito a los batá y los identifica. Lydia Cabrera en el libro Anagó recoge ilú como tambor (1970: 165), mientras que, según Natalia Bolívar, ilú batá encierra una connotación semántica más abarcadora, al señalar que significa «conjunto de tambores sacramentados» (1990: 181). Otra forma de apelativo para los batá es el de añá, identificado con un oricha que habita dentro del tambor batá y por extensión le da su ­nombre. Algunos practicantes establecen una homonimía entre añá como ­tambor y a la vez su «fundamento». Un anciano informante señalaba la combinación batá añá como tambor consagrado (12).

Los términos específicos para designar a cada tambor son bastante homogéneos en todo el territorio cubano y conservan en esencia su filiación lingüística con la lengua yoruba de origen. Al tambor pequeño se le denomina kónkolo, okónkolo, omelé u omó; el mediano recibe el nombre de itótele y el de mayores dimensiones iyá. Konkó significa pequeño (13) y los términos kónkolo y okónkolo se refieren a un objeto de pequeñas dimensiones; en este caso, el menor de los batá. Es posible comparar la palabra omelé con otras del vocabulario lucumí en Cuba como omodé, que significa muchacho, niño, joven; omodí empleado para pequeño (Cabrera, 1970: 263), o también omolé, como referido a niño y a fuerte (Ortiz, 1952-1955, vol. IV: 212). En todos los casos estos términos coinciden en señalar el tamaño menor de este tambor en relación con los dos restantes. Esta palabra está vinculada a la terminología nigeriana empleada para designar a los tambores batá en ese territorio, a los que se llama emelé abo y emelé okó (Laoyé, 1961: 20). En la palabra itótele se manifiesta el orden en que suele incorporarse este instrumento durante la interpretación. El prefijo i expresa ­acción, el verbo to significa colocar en orden (14) y tele seguir, suceder (15). El itótele suele seguir al iyá una vez iniciado el toque. Iyá es el término empleado para designar al mayor y más grave de los batá. Esta palabra yoruba quiere decir madre. En esta denominación subyacen las ancestrales organizaciones sociales matriarcales, en las cuales se rendía respeto y veneración a la mujer; según criterios religiosos este tambor es la madre, porque del fundamento ritual que abriga nacen otros tambores.

Los vocablos anteriores son los más extendidos en Cuba, pero no los únicos. Es posible escuchar en algunas localidades las denominaciones de «caja» o «mayor» para referirse al iyá; «segundo» si aluden al itótele, y umelé para designar al más pequeño. La palabra «caja» no resulta excepcional utilizada para denominar membranófonos graves y el término «mayor» se identifica con las dimensiones del instrumento; «segundo», para designar al itótele, haya su explicación, como fue señalado, en el lugar y la función que suele ocupar este instrumento durante el toque tras el iyá; y umelé resulta una derivación fonética de omelé.

Para designar las partes del tambor también se emplean algunos términos de ascendencia yoruba: auó, para referirse al cuero o a los parches y enú para la membrana de mayores dimensiones, también llamada en castellano «boca». Al parche más pequeño se le denomina chachá o «culata». Alrededor del enú y del chachá del iyá se coloca un ensarte de cascabeles y pequeñas campanillas llamadas chaguoró o chaworó. Estas palabras significan en yoruba cascabeles o campanillas metálicas y se emplean en Cuba sin traducción alguna al español.

A los tocadores consagrados se les conoce como olúbatá. Omo añá –hijo de añá– también se utiliza para referirse a los tamboreros consagrados. A estas palabras se añaden voces castellanizadas como la de batalero, también para el tocador de batá. Aunque se han producido pérdidas en la lengua, es indiscutible que entre los practicantes de esta tradición existe una ortodoxia mayor en el uso de la terminología de antecedente africano legada por la cultura de origen.

La construcción de los tambores batá se efectúa de manera artesanal. La selección de los materiales, su preparación y el resultado final obtenido son consecuencias de una larga tradición transmitida empíricamente y no ajena a algunas innovaciones. La preparación de la caja, de los parches y de los tirantes tensores constituyen, desde el punto de vista constructivo, las fases esenciales por las que transitan los artesanos, no exentas, cuando se trata de tambores rituales, de requisitos religiosos. Cantos y rezos, mantenidos en reserva por los practicantes, acompañan el largo trayecto constructivo. Este proceso ritual se inicia cuando los tres pedazos de madera, destinados a los tambores, se hayan en manos de los constructores. Las rogaciones iniciales van acompañadas de bendiciones con omiero –agua sagrada que contiene yerbas dedicadas a los orichas– y de un rito de purificación donde rige la presencia de Osaín (16).

La madera preferida para la confección de la caja es el cedro, en menor medida se emplean la caoba, el roble, el aguacate y el almendro. La caoba, aunque también presenta un resultado sonoro muy apreciado, es una madera más pesada y muy dura; de ahí que se encuentre en un lugar secundario respecto del cedro. Las restantes son livianas pero su sonido no alcanza los requisitos tímbricos de las anteriores y además no cuentan con la total aceptación ritual por parte de los portadores de esta tradición constructiva y religiosa, aunque si es necesario acuden a ellas. La caja de los antiguos batá es enteriza y aún hoy día es la preferida, aunque en la actualidad también se construye de duelas. La afirmación de Ortiz de que nunca se ha construido en Cuba un ilú verdadero –es decir «de fundamento»– con duelas (Ortiz, 1952-1955, vol. IV: 256) no posee en el presente esa absoluta veracidad. La construcción por duelas ya no es deshechada como posibilidad por los artesanos, cuando se trata de tambores rituales, esgrimiendo como argumento la facilidad constructiva de este método y el que no afecta las cualidades tímbricas del instrumento, por lo que es posible hallar unos y otros. Para construir la caja enteriza, una vez seleccionados y aserrados los tres trozos de madera, según las dimensiones deseadas para cada tambor, comienza la delineación de su forma exterior y el vaciado interior tomando como premisa que la madera se halle bien seca. Años atrás la forma casi escultórica que tiene este tambor, tanto por fuera como por dentro, se hacía totalmente a mano y aún hoy se mantiene tal tradición, pero los propios informantes señalan que el perfil exterior a veces suele realizarse con el empleo del torno mecánico, lo que facilita la labor. La forma clepsídrica del tambor obliga a cuidar las dimensiones desiguales de cada una de las aberturas y de las cavidades, así como el estrechamiento que tendrá la caja aproximadamente hacia la tercera parte del largo, próximo al chachá o a la «culata». A esta parte más estrecha se la conoce como cintura y las medidas que alcanza el estrechamiento están en dependencia del tamaño de cada tambor. La cintura se corresponde con la garganta, esto último es el estrechamiento interior del instrumento.

Tras delinear el exterior comienza el horadamiento interior. Uno de los aspectos más importantes en la construcción interior es precisamente el logro de la garganta, a punto tal que para experimentados constructores la sonoridad del batá depende de la garganta de la caja. Las dimensiones no son iguales para cada tambor y su tamaño sigue una antigua tradición regida por la empiria. El acabado de la caja no sólo se circunscribe a la cara exterior, también el interior debe estar bien liso, por lo que una vez ahuecado suele lijarse. Por último el tambor puede dejarse sin pintura ni barniz, usando sólo un poco de goma laca y alcohol que contribuyen a cerrar los poros de la madera. En la actualidad es más frecuente cubrirlos con barniz para que adquieran algo de brillo. Otra opción es pintarlos con pintura de aceite marrón y después aplicar el barniz. Los más ancianos y experimentados constructores difieren de esta última variante, pues consideran que la madera pintada pierde su timbre natural. Una buena parte de los tambores pertenecientes a la colección de Fernando Ortiz, hoy en el Museo Nacional de la Música de La Habana, son tambores «a madera ­limpia»; o sea, conservan el color natural de la madera añejada, lo cual confirma la antigua tradición.

En cuanto a los controvertidos tambores de duelas, dos respetables tamboreros y constructores de Matanzas manifestaron sus criterios al respecto. Ricardo Suárez (Fantomas) estimaba que el tambor enterizo es mejor que el de duelas, porque este último si se cae o golpea se puede despegar, mientras que al enterizo no le ocurre nada. Amado Díaz construía tambores enterizos, pero ­también los hacía de duelas. Para su elaboración prestaba mucha atención al corte y procesamiento de las duelas y aplicaba un tipo de encolado que evitaba toda rotura ya por golpes o por cambios climáticos (Centro de Investigación y Desarrollo de la Música Cubana, 1996-1997: 322). La construcción con duelas se encuentra bastante extendida entre los carpinteros, como una opción utilizada para la producción de instrumentos para los grupos folclóricos de aficionados y profesionales desvinculados de los requerimiento rituales, aunque ya está presente también en los toques de santería.

Una vez construidas las cajas de los tres instrumentos, continúan las prácticas ceremoniales de lavado del juego e imprecaciones a los orichas y se efectúan las consultas a través del dilogún –caracoles para adivinar– o del okpelé u opelé –cadena de Ifá también con fines adivinatorios–. Con tales recursos, por intermedio del osainista y del babalao, quedarán definidos los signos y las marcas que tendrá cada tambor, el nombre del trío o conjunto de batá y otros aspectos rituales que han de tomarse en cuenta una vez consagrados. Se encuentra muy generalizado entre los creyentes que la deidad Añá los defiende y protege y se le atribuye el poder de «hacerlos hablar», todo lo cual intensifica la práctica de cultos especiales dedicados a ella. Este poder mágico –representado en materiales naturales diversos, según dicte el oráculo– se encuentra oculto en una pequeña bolsita de piel o tela que puede quedar clavada en la pared interior de la caja o también suelta; de ser como se señala en el último caso, esto provoca un peculiar sonido al chocar contra las paredes del tambor y en ocasiones al gol­pear sobre los parches durante la ejecución.

Una vez preparados los añá de cada instrumento y hechas las marcas correspondientes en el interior de las cajas se les ofrenda comida a los tambores. Según establece la tradición, se vierte sobre los resguardos y en el interior la sangre de los animales sacrificados antes de ser definitivamente encorados. Esta ceremonia de consagración propia de la fase constructiva no ha de repetirse en tanto existan los instrumentos. Cuando sea necesario la sustitución de las ­membranas o someter a reparación el batá, se extraen los objetos que se hallan en su interior, se colocan con reverencia en un plato blanco, aún no usado, y, antes de encabezar de nuevo los cueros, se vuelven a guardar en la caja del ilú (Ortiz, 1952-1955, vol. IV: 290).

El proceso de colocar los parches y realizar la tensión del instrumento se llama «forrar» –palabra muy extendida–, también «enjicar», «jiquear» o «encabezar» el tambor. Los parches más empleados son los de piel de chivo, aunque existen algunas variantes. Una de ellas es el uso del venado, de muy difícil adquisición, pero que aproxima la calidad tímbrica y resistencia obtenidas por esta piel a las de los animales de la fauna africana, según señala Ortiz a cierta especie de antílope. Pero en la actualidad muy pocos constructores hacen mención de tal semejanza; otros simplemente señalan la utilización del venado, de ser posible obtenerlo, porque así se hacían los antiguos ilú (Centro de Investigación y Desarrollo de la Música Cubana, 1996-1997: 323). La tradición señala el uso del cuero de chivo para ambos parches, el cual una vez curtido se corta en círculos según los diámetros de cada una de las aberturas de los tambores con un exceso en las medidas que permita encabezarlos; se preparan los tirantes de tensión, llamados también tiraderas, bajantes o correas que pueden hacerse de tiras de piel o de cáñamo. Además de cueros y tirantes se requiere de unos aros de junquillo o de una madera flexible y resistente, los que una vez cortados se ajustan a cada boca del tambor. El proceso, que culmina con el tambor íntegramente forrado, es de gran complejidad y requiere de constructores experimentados (17).

No es posible desconocer la existencia de juegos de batá con sistema de tensión por aros y llaves (con herrajes como suele decirse comúnmente). Para la colocación de este sistema se sigue el procedimiento empleado en las tumbadoras, bongóes, bombos y otros membranófonos donde esto es habitual. Una vez colocados los herrajes en cada abertura, se hace el rollete de la faja con piel o cáñamo para aproximar la apariencia exterior de esta variante a los tradicionales batá. En toques «de fundamento» no es habitual su uso, pero las bondades para obtener la afinación los hacen ya muy demandados en otros contextos laicos.

Para los toques rituales debe prepararse el ida o fardela, sustancia que una vez lograda se adhiere a las bocas del iyá y del itótele. Ambos términos dan nombre a un emplasto o sustancia resinosa hecha con varios ingredientes entre los que se encuentran: resinas de árboles, sangre, miel de abejas, cera, pezrubia, aceite vegetal, aceite de hígado de bacalao e incluso mermelada de guayaba y jabón –de aquel que se emplea en Cuba para lavar, llamado comúnmente jabón amarillo–, así como otros productos mantenidos en secreto. Esta pasta no se prepara mediante la cocción directa, sino al baño de María, es decir, el recipiente que la contiene se coloca dentro de otro con agua hirviendo que es propiamente el que se somete directamente al fuego. Las dimensiones de la fardela son tales que cubren la superficie del parche hacia la región central, dejándose al descubierto el centro y el borde. Su colocación se realiza describiendo círculos sobre la membrana. El grosor de la fardela y la superficie que ocupa inciden de manera directa en el timbre del instrumento. Finalmente se colocan los chaworó alrededor del enú y el chachá del iyá; años atrás eran frecuentes en el itótele, pero en la actualidad resulta poco común observarlos en este instrumento. Estas campanillas y cascabeles se realizan en talleres de herrería y se ajustan a una faja de cuero que se fija a las aberturas sólo en el momento del toque.

La afinación y tensión deseada en los batá se obtiene al apretar los cueros o tirar de ellos por medio de los tirantes tensores. Si éstos son de piel deben humedecerse previamente, asimismo debe hacerse con la cadeneta y la faja. ­También se afinan al golpear hacia abajo el aro de sujeción de cada membrana con una maza de madera, llamada en lengua yoruba iggui; procedimiento que es común observar durante la ejecución, si los batá se «suben» o se «bajan»; es decir, si se desafinan. De manera general pueden trazarse dos zonas geográficas donde difieren los criterios constructivos de los batá: Ciudad de La Habana y La Habana (integrantes de la antigua provincia La Habana) y Matanzas. En las primeras provincias se mantiene el empleo de los tirantes de cuero como tensores y se aprecia un mayor tamaño en los instrumentos; mientras, en Matanzas es común el empleo del cáñamo para la tensión y la preferencia por tambores de pequeñas dimensiones.

Una vez terminado el nuevo juego, ha de ser presentado, reconocido por otro existente que lo apadrina. La consagración o nacimiento del trío de batá deben hacerla quienes, según la religión, tienen los poderes de Añá y de Osaín. A este último se le confiere la fuerza de la Ocha porque las hierbas le brindan el poder y el ánimo requerido a las piedras para la consagración. Asimismo la mitología yoruba reconoce que vive junto a Changó y come todo lo que él come (Bolívar, 1990: 160); de ahí su ineludible presencia en las prácticas consagratorias de los batá.

La ceremonia de reconocimiento es descrita por Fernando Ortiz de la siguiente manera:

En este rito un juego de batá, ya reconocido en su plena capacidad, ha de «reconocer» al juego de batá que es novicio o yaguó. Para eso se «da comida» con el ritual acostumbrado a los seis tambores o sea a los pertenecientes a los dos tríos de batá, el viejo y el nuevo. Después comienza el «reconocimiento» que tiene tres fases. Primeramente los olubatá viejos tocan ellos solos en los tambores de su propio batá. Luego los ­tamboreros jóvenes o de los batá en estado yaguó, tocan los batá viejos, mientras los olubatá de éstos tañen en los batá nuevos. Al fin los tamboreros nuevos reciben sus propios tambores de manos de sus padrinos o iniciadores y ya pueden tocar para siempre en ellos, pues éstos quedan definitivamente consagrados y «reconocidos» (Ortiz, 1952-1955, vol. IV: 291-292).

Otros testimonios refieren la ceremonia de «dar voz» o de «trasmisión de sonido» al nuevo juego con algunas variantes. Es importante resaltar que el hecho esencial del apadrinamiento de unos tambores por otros siempre se erige como una constante. La religión de los orichas está ligada a la noción de familia, de una familia numerosa que tiene su origen de un mismo antepasado que engloba a los vivos y a los muertos. El padrinazgo es una de las características más auténticas de esta religión y compete no sólo a los iniciados y creyentes, sino también a los tambores ligados íntimamente al culto. Las diferencias en cuanto a la ceremonia de «dar voz» estriban en el acontecer del acto ritual que puede presentarse de varias maneras.

En el Igbodu se colocan los dos juegos de tambores. Frente a los santos, los más antiguos, y, tras ellos, los que serán iniciados y comienzan a ejecutar un oru seco completo (18). El juego más añejo interpreta este oru con más fuerza mientras el otro lo secunda. Una vez terminado, pasan a la sala y se ejecuta un oru cantado. Los tocadores del tambor recién iniciado se arrodillan con sus instrumentos frente a los mayores sin dejar de tocar. Terminado el oru, colocan los batá viejos sobre una estera o se guardan y se continúa tocando con los nuevos. Otra modalidad es la interpretación de un Oru de Igbodu en el recinto correspondiente por los tambores ya iniciados, mientras los más jóvenes esperan en la sala colocados sobre una estera ya en la sala y cada tamborero va ocupando un lugar, los más viejos en el nuevo juego y viceversa; cuando se produce el cambio en el tambor pequeño se canta para Elegguá, en el itótele para Oyá y finalmente en el mayor se le rinde honras a Changó. Una vez producido este cambio queda el nuevo juego tocando en manos de sus propios tocadores.

Los tambores «de fundamento» han de guardarse colgados, con el chachá hacia arriba, enfundados o al aire, pero no deben tocar el suelo; sólo se ponen sobre una estera cuando van a recibir la comida ritual.

A continuación se incluyen algunas tablas en las cuales se aprecian las dimensiones de varios juegos de tambores y en ellos será posible observar las diferencias de tamaño existentes. La primera tabla corresponde al Cabildo Changó Tedum, un antiguo cabildo de La Habana conocido y estudiado por Ortiz durante sus investigaciones, cuyos instrumentos aparecen descritos en su libro . El resto corresponde a juegos que participan en la práctica ritual festiva de la santería en Cuba en diferentes localidades del país.

Tambores del Cabildo Changó Tedum. Ciudad de La Habana
(en mm.)
  Iyá Itótele Okónkolo
Longitud  800 680 580
Diámetro del enú  60 320 250
Diámetro del chachá 200 160 170
Tambores de Juan Romay. Güines, La Habana
(en mm.)
  Iyá Itótele Okónkolo
Longitud  650 620 450
Diámetro del enú  290 220 175
Diámetro del chachá 140 155 155
Tambores de Ricardo Suárez (Fantomas). Matanzas
(en mm.)
  Iyá Itótele Okónkolo
Longitud  675 545 445
Diámetro del enú  320 240 190
Diámetro del chachá 170 150 150
Tambores de Amado Díaz. Matanzas
(en mm.)
  Iyá Itótele Okónkolo
Longitud  585 510 380
Diámetro del enú  320 230 178
Diámetro del chachá 178 130 130


Al comparar las dimensiones de estos conjuntos llama la atención la tendencia en los juegos actuales a construir tambores de menores dimensiones, si se comparan con las del cabildo Changó Tedum. En los tambores de Amado Díaz pueden señalarse las pequeñas dimensiones que presentan. Su constructor sostenía que los batá debían ser pequeños para facilitar su ejecución; para Fantomas las dimensiones de sus instrumentos se correspondían con sus necesidades como tocador (por haber sido un hombre de alta talla, sus batá se mueven en el rango de los de mayor tamaño), pero también los construía más pequeños según la tradición de Matanzas.

Actualmente también existe la tendencia a obtener una mayor diferenciación en los diámetros de los dos parches de los instrumentos, a diferencia de la proximidad relativa en las medidas que podía apreciarse entre los tambores más antiguos. También se aprecia una cercanía en las dimensiones entre los diámetros del chachá del iyá y del enú del okónkolo, de manera que durante el toque los sonidos resultantes en estos tambores ejecutados en uno y otro parche, respectivamente, se aproximan de forma notable. Algo semejante ocurre entre los chachá del itótele y del okónkolo cuyas medidas en muchos casos son idénticas o muy cercanas. Todo lo cual contribuye a lograr un mayor empaste sonoro del trío de tambores (Centro de Investigación y Desarrollo de la Música Cubana, 1996-1997: 326-327).


De la intertpretación

Cuando van a seleccionarse los tamboreros, ha de consultarse a las deidades Añá y Osaín. Estos están sujetos a ritos consagratorios en los cuales desempeña un importante lugar la consagración –o lavatorio– de sus manos. Un tamborero «jurado» posee un connotado nivel jerárquico dentro de la santería, dado el poder que tiene de comunicarse por medio del toque con las deidades, lograr el efecto posesorio en los creyentes y propiciar que «baje el santo» sin ser poseídos ellos mismos. Además, suele afirmarse que los tamboreros consagrados son capaces de adivinar cuándo un santero entra al toque, qué oricha tiene asentado y cambiar el ritmo de su toque para saludar a esa deidad; el tambor recibe a ­cambio el saludo del iniciado con reverencias rituales y el depósito de una ofrenda en dinero, según sus posibilidades, en una jícara colocada ante el iyá. El tamborero ha de cumplir además una serie de normas de conducta individual y social en correspondencia con la jerarquía que ocupa, y observar determinadas abstinencias, como la de no tener contacto sexual alguno con su pareja antes del toque y no tocar ebrio. En ocasiones son sometidos a «rogaciones de cabeza» para que puedan cumplir cabalmente su misión, así como a limpieza y bendiciones con omiero antes del toque. Entre sus deberes y atribuciones se encuentra dar de comer al tambor en momentos previos al inicio de la ceremonia.

Para interpretar los tambores batá lo más frecuente es hallar al tocador sentado con el tambor colocado horizontalmente sobre sus piernas. El tamborero emplea una correa o cuerda de cáñamo que, una vez sujeta al asa situada en uno de los extremos del instrumento, pasa por debajo de sus piernas y ata a la otra pieza similar en el extremo opuesto del batá. Esta sujeción asegura la posición del tambor, pues evita que ruede y caiga al suelo y facilita la ejecución durante el toque. El instrumento, según la tradición más extendida, se coloca de manera que el enú queda situado a la derecha respecto del tocador, mientras el chachá se encuentra a su izquierda. Esta posición se aprecia en sentido inverso cuando el tocador es zurdo. Durante el toque el iyá siempre ocupa el centro en relación con los otros dos tambores, el okónkolo se sitúa a su diestra y el itótele a la izquierda. Esta distribución no se violenta en ningún caso.

En ceremonias como las honras o toques de Egún –toques de recuerdo a los difuntos–, se observa al tocador de pie y el instrumento colgado al cuello mediante las tiras de sujeción. Solía adoptarse idéntica posición en toques traslaticios, como cuando los cabildos salían a las calles en fechas de procesión. En estos casos no varían la disposición de los parches respecto del ejecutante ni la colocación de los tambores en el espacio ocupado por los tamboreros.

Los batá se interpretan generalmente a mano limpia por ambas membranas, de ahí su connotación de tambores ambipercusivos o de dos parches útiles. Con una u otra mano se ejecutan el enú y el chachá en correspondencia con la forma en que se coloque el tambor. Entre los tamboreros de Matanzas se utiliza una tira o cuero, cuya forma asemeja la silueta de una mano abierta, que se emplea para tocar el chachá del itótele y en ocasiones puede utilizarse también en el okónkolo. Este objeto recibe el nombre de «chancleta» o «suela» y la finalidad de su uso va encaminada esencialmente a aliviar el dolor, que produce el golpe a mano limpia sobre las membranas del tambor durante los prolongados toques en los diferentos eventos rituales. Algunos tamboreros manifiestan su preferencia por esta modalidad. Los chaguaró del iyá –y en ocasiones del itótele– suenan como consecuencia de los movimientos de los tamboreros y de la percusión de cada membrana, integrándose con su sonido a la resultante tímbrica del conjunto. A veces suelen hacerse sonar sólo los chaguaró al producirse el sacudimiento del iyá en momentos de climax en los toques dedicados a Yemayá y a Ochún. En las ceremonias funerarias, según la tradición matancera, no se ­emplean estos aditamentos en aras de imprimir una mayor sobriedad al culto.

Al observar la interpretación de estos tambores se aprecia la alternancia en el golpe de ambas membranas o la percusión simultánea de los dos cueros, pero realmente las técnicas puestas en práctica por los tamboreros no resultan ­simples. En la percusión sobre los parches se producen diversas cualidades ­tímbricas y distintos niveles de alturas a partir de las diferentes combinaciones y variantes en los tres tipos de golpes básicos, comunes en los membranófonos: abierto, tapado y presionado. Los toques recaen en esencia en las falanges de los cuatro dedos a excepción del pulgar. Estos, unidos o separados, ahuecados o totalmente rectos, percuten hacia el centro o el borde del parche, evidenciándose con frecuencia cierto apoyo del área metacarpiana sobre la membrana o en el borde del tambor. Cuando se toca con la mano ahuecada, la fuerza se produce en el borde de los dedos, en la base del carpo y en la superficie alrededor de la mano, como lógica consecuencia de la posición asumida; en este caso, la zona que entra en vibración es aquella próxima al área central del parche.

En el itótele y en el okónkolo se produce el tapado en el chachá que permite la vibración libre del cuero y en el enú se realizan los toques abierto y presionado. Una forma peculiar de percusión es la que se efectúa con las falanges del dedo índice en el borde del chachá del iyá. Este sonido alterna con los diferentes toques que se realizan en el enú. En realidad, la mayor diversidad de formas de ejecución se produce en los dos parches del iyá, donde se resumen todas las señaladas antes.

Durante la percusión alternante en ambas membranas de los batá, el tocador permanece con las dos manos muy próximas a cada parche y el toque se produce de manera que se aprecia una forma especial de rebote cuando cada mano abandona el cuero. En ocasiones, mientras una mano realiza la percusión, la otra está en contacto con el otro parche, y desarrolla una ligera presión sobre el mismo seguida de cierto rebote, acción que pasa casi inadvertida para quienes observan. Esta peculiaridad de mantener o no tapado el parche contrario a aquel que es golpeado, o rebotar sobre él es llamada comúnmente «relleno». La combinación de las diferentes formas de ejecución son decisivas para la obtención de los diferentes timbres y niveles de alturas, que caracterizan al trío de batá y a cada uno de los tambores en particular. Como ocurre en otros membranófonos, generalmente los sonidos más agudos se obtienen al golpear hacia los bordes de la membrana, mientras que los más graves se hallan hacia el centro del parche. En el caso particular del iyá, la calidad tímbrica del tambor se modifica por la presencia de la fardela en la boca, que sirve de apagador de las vibraciones a manera de una sordina y subraya su registro grave.

De acuerdo con los diferentes niveles de frecuencias obtenidos en las seis membranas de estos tres tambores, puede decirse que los sonidos más graves se producen en el enú y los más agudos, en relación a aquél, se escuchan en el chachá, con independencia de los tipos de golpes que se percutan sobre ellos. Así se ponen de manifiesto tres registros o alturas relativas entre los tres tambores.

Análisis que tomaban como patrón los modelos tradicionales de la música europea llegaron a afirmar que los tambores batá se afinaban por la nota La, cuando iban a ser ejecutados, o que éstos en conjunto daban ocho tonalidades; o sea, siete notas y un ruido (Ortiz, 1952-1955, vol. IV: 238; 1965: 374-375). Tanto una como otra afirmación no hallan cabida en la realidad, pues más que definiciones de notas o sonidos fijos, durante la interpretación de estos instrumentos se obtiene todo un sistema de relaciones sonoras, que desempeñan funciones comunicantes diferentes distribuidas entre los tres niveles: grave, medio y agudo del conjunto.

La empiria rige la enseñanza de la interpretación de los batá, rasgo común a otros instrumentos vinculados a la esfera folclórico-popular. Generalmente, el tamborero recibe la experiencia de otros y para el aprendizaje se emplean ­tambores aberikulá –»judíos, no fundamentados»–, si el tamborero no ha sido aún jurado; de serlo, puede adiestrarse con los tambores rituales. Por ser la interpretación en el okónkolo la más sencilla, ésta es la primera en aprenderse, le siguen el itótele y después el iyá, el de mayor complejidad en el toque. Una de las formas de aprendizaje es aquella en que el discípulo coloca el tambor sobre sus piernas y el maestro se sitúa de pie, a su espalda y percute con las manos correspondientes el enú y el chachá sobre los hombros del aprendiz, de esta forma se propicia la coincidencia entre ambos en el golpeo. Estos movimientos percusivos que hace el maestro sobre los hombros deben ser repetidos por el tamborero en el instrumento. Tal técnica de enseñanza se lleva a cabo en los tres ­tambores. También contribuye al aprendizaje la repetición de ciertas sílabas como jin-ka, kin-kan, kin-ta, kin-ki-ta, ki-la. Por medio de la combinación rítmica de estas expresiones se transmite al futuro tamborero los diferentes niveles de alturas y las particularidades discursivas de cada toque; lo cual contribuye a su memorización y ulterior trasmisión.

Es posible que se produzca la sustitución de los tamboreros en una ceremonia debido a su extensión y al esfuerzo realizado durante ella. Estos cambios se realizan por lo general al concluir un toque, aunque en ocasiones por razones de gran inmediatez puede incorporarse un nuevo tocador sin que se detenga la ejecución; tal hecho es observable en el itótele y el okónkolo, no así en el iyá, pues por la complejidad y el papel que desempeña éste ha de esperarse la conclusión del toque para que sea sustituido.

El conjunto instrumental de batá está formado por los tres tambores a los que se adiciona con frecuencia un acheré (sonaja), generalmente en las manos del cantador. Durante las ceremonias –excepto en las mortuorias– suelen cubrirse cada uno de los tres tambores con un banté, comúnmente llamado bandel, especie de delantal propio de Changó, hecho de telas de varios colores, entre los que predomina generalemente el rojo. El tamaño de estos accesorios se halla en correspondencia con el tamaño de cada tambor y son adornados con bordados en hilos, piedras y caracoles que representan imágenes abstractas o figurativas en alusión a los orichas. Se ciñen al frente de cada instrumento, rodeando la caja a la altura de la cintura, por medio de tiras anudadas en pequeños lazos. Con estos atributos el conjunto gana en belleza y tanto para los ­tamboreros como para los creyentes resulta una muestra de orgullo contar con instrumentos poseedores de bellos y ricos bandeles.

La función social y musical, característica de este conjunto en la práctica popular-tradicional cubana, es la invocación a las deidades durante las ceremonias de la santería. Por intermedio de los Oru son invocados de forma diferenciada los diferentes orichas. A través de una secuencia fija de toques o de cantos y toques se alude a las deidades según los objetivos rituales que persigan los creyentes. Los batá son empleados en el Oru de igbodu u oru seco, que se efectúa en el cuarto sagrado, frente al altar, cuando comienza la ceremonia y donde sólo se escucha su toque junto al acheré sin la participación del canto, a manera de saludo a las deidades para que accedan y participen en la ceremonia; ­también se realizan toques de tambor invocatorios para cada oricha, observándose un orden ritual preestablecido en las ceremonias funerarias dedicadas a Egún. Acompañan los cantos y danzas que se efectúan durante la celebración ritual del Oru de Eyá Aranlá (la sala de la casa-templo), sitio donde se reunen los participantes de las diferentes ceremonias.

En este conjunto instrumental, a diferencia de lo que ocurre en otros en que se denota un fuerte antecedente africano, no existe la presencia habitual de un idiófono de percusión cuyo timbre, bien diferenciado del resto –ya sea de metal o madera–, establece la franja o guía metrorrítmica que actúa como elemento estabilizador o regulador en el toque. En ocasiones el acheré, en manos del cantador (akpwón), marca el pulso metrorrítmico, pero en otras no es tan estable su toque y sólo contribuye a enriquecer tímbricamente el resultado sonoro general.

La función de guía metrorrítmica está presente, pero su realización puede hallarse en ocasiones en el okónkolo –quizá con más frecuencia– o en el itótele, a la vez que también el iyá puede contribuir a la misma en la franja rítmico-­tímbrica que ocupa. Se denota así una estrecha interconexión de lo que acontece en cada una de las interpretaciones de los tres tambores y una marcada dependencia entre las combinaciones rítmicas llevadas a cabo en los distintos planos o niveles de alturas en que se desempeña cada batá. Otras funciones como las de «salidor», «llamador», «marcador» o «repicador», asociadas con frecuencia a las denominaciones de diferentes membranófonos cubanos –en tanto estos nombres identifican la función musical que realizan–, no pueden adjudicarse a los batá con el ánimo de establecer regularidades, pues pueden presentarse en diferentes tambores en relación directa con el toque que se esté llevando a cabo.

Según los criterios más ortodoxos, todos los orichas tienen toques que les caracterizan y de estas individualidades se derivan diferentes combinatorias ­rít­micas y diversas formas de comportamiento en cada batá. Los diseños rítmicos interpretados en las seis membranas sugieren en su integralidad entonaciones del habla yoruba y se combinan de manera que la resultante de esta «sonación» constituye y se percibe como una unidad rítmica, en la que participan varios niveles de alturas. Las formas de sincronía y los tipos de ejecución en los seis parches de los instrumentos se hallan en dependencia de los distintos toques relacionados con las deidades a las que van dedicados, apreciándose formas de comportamientos diferentes en las estructuras rítmicas realizadas en cada ­tambor. En el iyá se ejecutan, junto a la mayor variedad de golpes y de cualidades tímbricas, agrupaciones rítmicas más diversas y complejas de carácter ­improvisatorio. Estas improvisaciones también están sujetas a «modelos» establecidos por la tradición, o sea, no responden de manera absoluta a criterios volitivos del tamborero. Los modelos o patrones de improvisación son diversos, pero cada oricha tiene aquellos que les son propios o característicos. En la franja del iyá se elabora un ritmo oratórico-parlante que condiciona el criterio de los creyentes, quienes tienen la certeza de que el tamborero mediante su toque puede hablar o conversar con las deidades al reeditar las inflexiones rítmico-parlantes de la lengua yoruba. Por otra parte, en las franjas de registro medio y agudo, ocupadas por el itótele y el okónkolo, respectivamente, se llevan a cabo estructuras rítmicas más estables y reiterativas. En el fragmento siguiente de un toque dedicado a Oyá pueden apreciarse las características generales antes enunciadas (19).

En la actualidad, entre algunos grupos de tocadores se observa un conocimiento menor de los variados toques para cada oricha, utilizándose un mismo toque o ritmo para acompañar cantos dedicados a varias deidades, perdiéndose así la exclusividad y rigurosidad de antaño.

El orden de sucesión de los tres tambores está en estrecha correspondencia con las especificidades del toque para la deidad a la que se le dedique. No obstante pueden señalarse algunas formas de comportamiento habituales. Comúnmente, el iyá anuncia la combinación rítmica propia del toque del oricha que será invocado: hace el «llame» inicial –es decir, llama la atención a los restantes tambores del trío– y da paso al itótele y al okónkolo. Una vez estabilizado el ritmo entre los tres tamboreros, el iyá elabora sus improvisaciones en el transcurso del discurso melódico-rítmico que desempeña.

En los Oru cantados es el akpwón quien comienza, en su mano puede o no estar el acheré y con su sacudimiento marcar o no el pulso; en ocasiones los tambores se incorporan de manera simultánea o escalonada, de acuerdo con el toque característico para el oricha. Aunque el cantador propone su canto para la deidad y asume una indiscutible importancia como rector del evento, el iyá mantiene su carácter directriz dentro del conjunto. Los batá mantienen la connotación rítmico parlante en la franja que ocupan, la que corre paralelamente con la otra que llevan las voces en alternancia solo-coro. La línea melódica del canto se mueve por lo general en una relación ascendente-descendente a partir de un eje o referencia sonora fundamental, que logra mayor tensión en la medida en que se prolonga el momento de alcanzar el reposo en el sonido grave.

Los cantos más antiguos no se rigen por las relaciones melódico-tonales, aunque en la actualidad se aprecia la tendencia a reproducir organizaciones escalísticas cercanas a los tonos mayores y menores, además de la presencia modal y pentáfona. El akpwón entona su canto dentro de un regsitro cómodo a la voz, prefiriéndose el registro agudo. El coro entra sin preocuparse por registro alguno y, al cabo de varias entradas, se va ajustando a un tono coincidente con la entrada marcada por el akpwón (León, 1974: 43).

En las ceremonias en que participan canto y baile con asistencia colectiva se advierte durante el toque como la interpretación de los tambores va alcanzando una rapidez progresiva, cuando se manifiesta entre algunos de los participantes el proceso que conduce a la posesión por la deidad de los creyentes o «hijos de santo». En este momento, tocadores y cantadores incrementan la velocidad del tempo y propician el estado de éxtasis o frenesí en que entran los santeros. Tales modificaciones en la agógica se presentan de manera espontánea y participan de un código sígnico determinado por la propia práctica ritual. La duración de cada toque o de toque y canto se aviene a los criterios de tamboreros y cantadores y está en estrecha relación con el acontecer en la ceremonia en que participan.

Otro elemento de interés en lo concerniente a la función musical y las formas de comportamiento de los tres batá, es la transformación, en medio del toque, de las figuraciones o patrones rítmicos que se llevaban a cabo hasta el momento, que son sustituidas por otros; es decir, se transita hacia un ritmo diferente, pero siempre dentro de lo establecido por la tradición para invocar a la deidad.

Los patrones rítmicos pueden cambiar, pueden irse transformando por la variación gradual de uno de los tambores –generalmente el iyá– al cual van incorporándose los demás tan pronto perciben este cambio, el cual pasado un instante intermedio, configura un nuevo diseño rítmico. Esta forma de variación rítmica por pasos hasta obtener un nuevo dibujo rítmico recibe el nombre de «vuelta» o «viro» (León, 1974: 44).

El dominio de tales variaciones rítmicas constituye una de las dificultades que ha de enfrentar y vencer el tamborero, con el fin de enfatizar expresivamente la ejecución tanto cuando participan los tambores solos o cuando acompañan el canto. Sin dudas es grande la riqueza en el discurso rítmico que puede hallarse en las seis membranas de los batá, pero entre los tamboreros existe un código sígnico de comportamiento en las funciones musicales que desempeña cada tambor, capaz de funcionar como peculiar sistema comunicante entre instrumento, canto y danza y propiciar a través del toque la presencia de la deidad entre los creyentes de la santería.

La sacralidad y ortodoxia ritual propias de estos tambores hacen que se les utilice en toques estrictamente religiosos: de conmemoración dedicados a un santo u oricha, de ofrenda en pago a algún servicio, en la iniciación en la santería de nuevos creyentes o iyawo y en ceremonias fúnebres. Existen prohibiciones dictadas por la religión y la tradición que limitan el vínculo de los batá con las mujeres, a quienes sólo les está permitido demostrarles su respeto mediante el saludo y el baile. Los batá funcionan, como ocurre con otros conjuntos instrumentales, con un papel o desempeño colectivizador entre las deidades y los creyentes, ya sea cuando se ejecutan solos o cuando acompañan el canto y la danza. Deificados, ellos mismos constituyen importantes objetos de culto de la santería cubana.

Durante muchos años se escucharon los tambores batá sólo en ceremonias religiosas de la santería, no obstante en 1936, en el antiguo teatro Campoamor de la ciudad de La Habana, Fernando Ortiz dictó una conferencia que él mismo calificara de «libertadora», en la que por primera vez estos sagrados instrumentos salieron de su particular y privativo entorno (20). Los tamboreros tocaron en un trío de instrumentos construidos por encargo del propio don Fernando. Esta fecha fue notable en el devenir de los batá, pues resultó ocasión para dar a conocer sus particularidades, toques y cantos. Desde entonces y hasta el presente han alcanzado una destacada difusión, insertándose en agrupaciones y maneras muy diversas de realización musical en Cuba y en el extranjero.


NOTAS

  1. . Los instrumentos de la música afrocubana se reeditó en Madrid por la Editorial Música Mundana Maqueda, S.L., en 1996.
  2. . Este estudio es el resultado del trabajo de un grupo interdisciplinario del Centro de Investigación y Desarrollo de la Música Cubana, integrado por musicólogos, un antropólogo, cartógrafos y otros especialistas de ciencias afines. La obra consta de dos volúmenes de textos y un libro de mapas. En los textos se recogen con exhaustividad los resultados del estudio organológico y todo el conocimiento teórico alcanzado en torno al amplio y diveros universo de los instrumentos de la música folclórico-popular de Cuba. En el libro de mapas quedan reflejados por métodos cartógraficos los aspectos relevantes y caracterizadores de cada una de las clases y tipologías de instrumentos y conjuntos participantes en la realización de esta música.
  3. . Según señala el antrópologo cubano Jesús Guanche (1996: 57), la pertenencia lingüística de los principales grupos de esclavos africanos de ascendencia yoruba llegados a Cuba, procedentes de Nigeria era: agguaddo, egbado(egguado, addo), epa, fée (ife, ifeé), ejibo, eyó, ijaye, ichesa, iecha iyesa, iyesá moddue, oba, oyó, ucumí, ujumí, yecha(ilecha, ijesa, ijesha).
  4. . Entre los cabildos que aún existen en Cuba se encuentran: el Iyesá Moddue, en Matanzas; Congo, en Palmira; Congos Reales, en Trinidad; Carabalí Isuama y Carabalí Olugu, en Santiago de Cuba.
  5. . El musicólogo, compositor y etnólogo cubano Argeliers León (1918-1992) en su ensayo «Continuidad cultural africana en América» emplea la noción de continuidad cultural, con el fin de explicar la integración a la cultura americana de elementos sustanciales de comunicación aportados por los africanos, que hoy día participan de las formas de vida de los pueblos del continente. 
  6. . De la presencia lingüística yoruba y sus diferentes variantes locales, los que más influyen en el uso ritual en Cuba son el oyó y el ifé, denominados así por el topónimo de ambos centros urbanos ubicados en territorio nigeriano (Guanche, 1996: 51).
  7. . A partir del trabajo de campo realizado con el santero, constructor y tocador Amado Díaz en la provincia de Matanzas se obtuvieron importantes datos relacionados con la construcción de lo que se considera el primer juego de tambores construidos en Cuba. Según la historia por él referida lo construyó el africano Telé Maddó para un grupo lucumí de Matanzas, en 1874. Fernando Ortiz recogió la fecha de 1830 como la más antigua referencia en la ciudad de La Habana (Centro de Investigación y Desarrollo de la Música Cubana, 1996-97: 339-343; Ortiz, 1952-55, vol. IV: 316).
  8. . A Dictionary of the yoruba Languages. 2ª. ed. London: Oxford, University Press, 54.
  9. . Abraham, Roy C. 1958. Dictionary of Modern yoruba. London: University of London Press, 98.
  10. . La mitología yoruba reconoce la relación de los batá con Changó a quien se le atribuye ser el dios del fuego, del rayo, del trueno, de la guerra, de los ilú batá, del baile, de la música y la belleza viril (Bolívar, 1990: 108). Bellas historias –denominadas patakines– rodean al mítico oricha y, entre éstas, aquélla que refiere cómo logró adueñarse de los sagrados tambores: 
    Changó, hijo de Yemayá, había implorado a Obatalá que le concediera la posesión de los batá, pero ante las negativas de éste, Yemayá, interesada en satisfacer los deseos de su hijo, tramó astutamente el despojar a Orischa Oko del secreto de los ñames y arruinar los plantíos de Obatalá; una vez conseguido su objetivo pidió a cambio los tambores para complacer a Changó y desde entonces es él su dueño (Lachatañeré, 1961:16).
  11. . Abraham, Roy C. 1958. Dictionary of Modern yoruba. London: University of London Press, 35.
  12. . Armando Palmer Barroso, n. 1900– m. ? Regla, Ciudad de La Habana, 1986 (Col. Dpto. Investigaciones Fundamentales, CIDMUC).
  13. . A Dictionary of the yoruba Languages. 2ª ed. London: Oxford, University Press,1950: 142.
  14. . A Dictionary of the yoruba Languages. 2ª ed. London: Oxford, University Press,1950: 224.
  15. . A Dictionary of the yoruba Languages. 2ª ed. London: Oxford, University Press,1950: 221.
  16. . Osaín es considerado el yerbero mayor, curandero y dueño de los secretos del monte. Posee el conocimiento de las plantas y de sus virtudes curativas. Algunos informantes le identifican con las representaciones católicas de San Antonio Abad y San Silvestre.
  17. . Este proceso con todos sus detalles fue descrito por varios constructores, entrevistados durante los trabajos de campo realizados para la obra Instrumentos de la música folclórico-popular de Cuba. Atlas (Centro de Investigación y Desarrollo de la Música Cubana, 1996-97: 323-324). Se llevó a cabo un minucioso cotejo de datos con las descripciones aportadas por Fernando Ortiz, lo cual hizo posible conocer el estado actual de estos procesos constructivos artesanales en Cuba. En general la labor sigue siendo de extrema complejidad y la mayor parte de los constructores se mantienen apegados a prácticas muy tradicionales. 
  18. . Toques y cantos interpretados en las ceremonias religiosas que poseen un orden ritual establecido. En el oru seco no participa el canto.
  19. . Transcripción de T. Jimeno. Centro de Investigación y Desarrollo de la Música Cubana. 1996-97: 334.
  20. . En la presentación participaron prestigiosos tamboreros considerados emblemáticos en la historia de estos instrumentos cubanos por el reconocimiento social que ostentaban y el virtuosismo de sus toques. Fueron ellos: iyá, Pablo Roche; itótele, Aguedo Morales y kónkolo Jesús Pérez.

Referencias bibliograficas

  • A DICTIONARY OF THE YORUBA LANGUAGE. 1950. 2ª ed. London: Oxford University Press, 1950.
  • ABRAHAM, R. C. 1958. Dictionary of Modern yoruba. London: University of London Press Ltd.
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